miércoles, 9 de abril de 2014

Las trampas de Sabinsky


¿Un diez?   Para mí es fácil, mientras mis amigos dejaban trozos desgarrados del intelecto frente al verdugo de los finales, para mí todo era fácil.  Podía ver hasta al  más intelectual sufrir antes los duro exámenes de la maestra Sabinsky Veinte cuartillas de un ensayo, cientos de ante proyectos, reporte y exposiciones, aquella carrera de facilidad implícita para todos, se trasforma en la pesadilla de cualquiera.  La inexactitud de las ideas, la hermenéutica subjetiva, las ideologías que son inexplicables o no siempre existen palabras que lo expliquen a totalidad. No existe método para ello.
-Pobre de aquel ingrato que subestime el pensamiento y la palabra-. Dice Manuel con cierto snobismo en su voz.
-Hasta las matemáticas requieren de una teoría-. Contesta otro de los compañeros. Se arman grandes debates para justificar lo exhausto de sus mentes y la guerra cruel que tienen algunos frente a la hoja en blanco.
Yo camino por la escuela con tranquilidad. Mis amigos y compañeros notan poca vehemencia  en mis trabajos finales y sobre todo en los trabajos de la maestra Sabinsky. 
-Pasaré, les digo, es cuestión de tiempo-. Una mano firme se posa en mi hombre y todos detienen el aliento. La dueña de la mano me dice un apenas audible acompáñame. Camino detrás de ella, en silencio, en espera,  alerta a cualquier movimiento que pueda hacer mi acompañante. Me guía hasta los salones lejanos. Espero mi muerte. Entonces, la fiera ataca y captura a su presa. Comienza a darme de fuertes golpes en el cuerpo, golpea tan duro con los labios que me corta la respiración. Es cruel, porque aun sabiendo que la excitación me deja sin aliento continua amordazando mi boca. Su crueldad es tanta, que termina masajeando mis pechos, duros y cándidos; se detiene.  La memoria la detiene, ¿será acaso que yo no huelo a cigarro y sudor? la incita a un viaje al pasado, recuerda un verso de Ulalume “la memoria nos cambia de lugares sin movernos de nuestros sitios” y me sonríe. Yo apenas si reacciono, sigo ebria y embebecida entre el sabor de su saliva y la violenta pasión de unas manos grandes, unas manos tersas, sus manos de tiempo, sus manos hechas al cuerpo de una mujer, hechas a las páginas de los libros. Su cuerpo huele a hojas, a cientos de hojas amarillas, a cientos de hojas que debería estar llenado para terminar su ensayo.
¿Pasa algo, maestra?-. Le pregunto, pero no dice nada. Levanta la mirada y sonríe, me dice que en otro momento. La sesión de accesorias quedará pendiente el día de mañana en su casa a las cinco. Yo como siempre diré que me parece correcto, porque no logro entender la posmodernidad, necesito de su ayuda.
¿O es que acaso quieres reprobar?-. Pregunta. Niego con la cabeza, ella sonríe y se marcha.
De nuevo en su habitación y un olor a cigarro penetra en todo, un olor a cigarro y sudor que no es de ella nos invade mientras hacemos poesía. Comienzan a surgir cientos de figuras retóricas, el ritmo nos acompaña mientras la métrica ya no tiene cavidad. Ya no hay metros entre nosotras, ni siquiera centímetros. Su cuerpo choca contra el mío hasta llegar al encabalgamiento. Encabalgamos durante minutos, hasta que el poema es tan sublime que terminamos temblando una a lado de la otra.
Sé que he pasado el examen. Para mí es muy fácil conseguir un diez. Aun así, prefiero pedirle la calificación en ese momento. Ella no contesta, se pone de pie y toma un libro de poemas. La Euclidiana de Leduc sale de sus suaves labios.
Interprétalo-. Lo intento, pero en su mirada hay un dejo de arrogancia.
-mal, mal, mal-. Lo repite tantas veces que volteo a mi alrededor, esperando las risitas de mis compañeros. “La memoria nos cambia de lugares sin movernos de nuestros sitios”.
-No puedo-. Le dijo-. No sé de qué habla Leduc.
Aleja el libro de nosotras, y recita el poema de memoria. Comenzamos a trazar la geométrica del poema. Sus piernas se juntan con las mías, y en un suave roce de nuestros pechos y nuestro sexo termina el poema. Lo entiendo. Al final entiendo entre gemidos y sudor de qué habla Leduc
-De nosotras-. Me dice Sabinsky.- Aquí tienes tu diez.