Ella tenía una jovialidad inefable, tan complicada como
las despedidas. Con treinta y dos años,
su mirada estaba llena de tristeza, esa tristeza que reclama felicidad con paso lentos y torpes, de esa felicidad que ya no
existe, de esa que murió entre los Balcanes, entre los muros de la antigua
Roma. Su belleza era agresiva, como un
gancho en el estómago, pudo haber sido musa y femme fatale de cualquier poeta; Dímelo a mi, yo me enamoré de
ella en cuanto la vi. Llevaba un vestido rosa, cubierto de flores frescas,
zapatos de tacón no muy altos que alargaban su caucásico cuerpo. Su cabello:
era como una madre Selva, estaba trenzado con una peineta; oscuro,
profundamente oscuro. Ahí estaba, de pie, a lado de él. Con la mirada fija en mis ojos. No puede
probar alimento en aquel fino restauran
italiano. El simple ritmo de su respiración me estremecía. No recuerdo haber
sentido algo así en mi vida, en realidad, no recuerdo mucho de mi vida cuando no estaba ella.
La amé intensamente e infinitamente desde ese momento. Ella vibraba con mi
canto, yo con su poesía. Durante varios años fue así, distante, tan secreto y
prohibido. Pero los cuerpos exigían su tiempo, su espacio en el cosmos. Y se lo dimos.
Recuerdo miles de tardes lluviosas con noches tan frías como nuestras manos. La miraba fijamente, me
miraba con una bella sonrisa que marcaba unos graciosos riachuelos en sus mejillas. En ratos, pasaba una mano discreta, lentamente
por sus pechos, hasta subir a la
barbilla y bajar. A veces, dejábamos que el incidente se apoderara de las
manos para tocarnos, acariciarnos las manos en público era como un
deporte extremo, bajo la mesa los pisos relucientes de aquel restaurante Italiano me dejaban contemplar un prominente triangulo de seda. Me sentía como un chiquillo travieso mirándole la entre pierna a su maestra.
El anillo de piedra azul; le pedía tantas veces que se lo quitara. Ese
anillo era un recordatorio del espacio, de mi reducido espacio. Desde ese momento cualquier artefacto de un azul intenso me producida repudio y temor. Mi amada, con temor a perderle, simplemente
volteaba la piedra y continuábamos nuestro ritual. Terminábamos
en la cama. Después de una ronda de cafés americanos, el sexo tenía un
sabor dulce. En esa cama, jugamos tantas veces a ser felices. Jugamos a que
el mundo exterior no existía y flotábamos sobre el espacio, como en la película
de Zatura. Nos fumábamos dos cigarros, a veces hasta diez. El amargo humo,
curiosamente, me hacia despertar a la realidad. Siempre terminaba culpando a
Dios o al mesero que tardó demasiado en traer la cuenta. Siempre quise ser más
fuerte, decir que no. Escaparme de esa
dolorosa fantasía era mi propósito desde el momento en el que supe que lo
nuestro tenía los días contados. Ponerme
propósitos en la vidas, nunca fue una filosofía para mí.
Platicamos de otros tiempos, de las otras personas que seríamos al estar juntas.
“yo sería una lesbiana guapísima” me decía. Nunca dudé
de su belleza, siempre dudé del verbo y el sustantivo de esa oración.
No sé como lo hacía, pero al final siempre terminaba enredada en su
cuerpo. Bailábamos un danzón de pasos lentos, de jadeos y lagrimas. El plan iniciaba era una tierna charla en mi departamento, una charla
efímera que terminaba en chillidos guturales y gruñidos bestiales. Los cuerpos
estaban acostumbrados a una rutina de café, cigarrillos, charla, discusiones banales y
sexo. Toda la pasión contenida era demoníaca Los enormes hematomas floridos en
la piel, eran secuelas de la pasión que nos hervía la sangre. De una pasión
escondida que exigua su tiempo y marcaban su lugar. Y aunque se lo dábamos, la pasión nunca tenía suficiente, siempre exigiendo más.
Aun ahora, después de tanto tiempo, me aferro al
recuerdo de su manera de tocarme y besarme, de pronunciar mi nombre con voz
tenue, de darme una cátedra sobre cómo tocar su cuerpo, cómo le gustaba y la
manera en que debía moverme; como si al final importara.
Jamás entendió que mi anatomía me impedía complacerla
a sus costumbres. “yo no soy como él” le susurraba en la penumbra, a la orilla
de la cama. Ella se vestía y se marchaba con pasos furiosos destrozaba todo a su paso en la oscuridad. Él, era el único ser
que podía matar esa ardiente pasión. Era una bocanada de viento frío, un hielo rosando sobre la espalda, hidrógeno sobre la piel. Con solo recordarlo, las exigencias de
nuestras almas se acallaban "este no es mi espacio" pensaba.
Durante las madrugadas, ella no era el único sabor que
se quedaba en mi boca. La culpa y los estragos
de una noche prohibida me atormentaban con dolorosas jaquecas. Sabíamos que
nuestro tiempo se agotaba. Lo cierto era que ninguna quiso pensar en eso. A
veces me pregunto si ella la pasó igual que yo. Llorando aferrada a mi ropa,
mirándose al espejo mientras descubría lo vieja y cansaba que se veía “yo no
soy una lesbiana guapa” pensaba mientras
me miraba al sutil espejo.
El frío de
aquella mañana no se sentía, apenas era una brisa en mi cuerpo. A pesar de que
intenté no fumar para no volver a la realidad, fue imposible. La idea de
que jamás la iba a volver a ver, me
golpeaba en el pecho como un marro. “No
pasa nada, estarás bien” me repetía una y otra vez mientras lagrimas negras manchaban mis mejillas… “hazlo por él, debes pensar en él”
Nuestro último encuentro fortuito fue en su casa. Olía
a pastel de carne y pay de limón. Después de tanto tiempo, sabía que era mi
comida favorita. Me hacía sentir como marido y mujer. Estaba muy acostumbrada a
la visión victoriana de la vida. Preparó toda una cena de despedida acompañada de un buen vino.
Como parte de una promesa. Reímos, hablamos y lloramos tanto que estábamos muy
agotadas como para hacer el amor.
A las tres de la mañana, mientras dormía en su pecho
sonó su celular: “Amor, por qué llamas a esta hora…sí me despertaste…sí, se
quedó conmigo, ya sabes que no me gusta estar sola… la fiesta estuvo bien…Sí,
yo también te quiero…de tu parte” Levanté la cabeza, sus ojos guardaban
nacidas lágrimas que buscarían su cauce
en cualquier momento. La aferré a mi cuerpo, la besé en los labios y le dije “No, por favor... A partir de
mañana podremos llorar toda la vida”. Y me dormí, caí en un sueño profundo, del cual
deseaba no despertar jamás.
Desperté con el primer rayo de sol. Era la hora en la
que el cielo parece estar teñido de sangre. Como si anunciara mi muerte,
nuestra muerte. La vi dormida a mi lado, el onirísmo se llevó mi fantasía y
supe que hoy era el día. El día que tenía eliminado de mi agenda, el que
arrancaba de todos los calendarios que veía. Ese día. Tomé unos pantalones
arrugados que estaban en el cesto de la ropa sin planchar pensando que eran de ella. "Son inmensos"-. Me dije, no
recordaba cuan hombre era ahora. Apenas recordaba el instante en el
que lo tuve entre mis brazos por primera vez, y me dijeron “es un varón, y es
hermoso como tú” un hermoso niño con los ojos color cielo. Me
comenzaron a temblar las manos. Acaricie mi rostro contra los pantalones y
lloré, me sentía estúpida, malvada y miserable. Al final descubrí que siempre
fue suya, al final nunca fue mía.
Me puse su pantalón y la blusa favorita de ella.
Salí sin despedirme, sin decir adiós o buena suerte. No tenía el coraje
suficiente. Me había hecho una promesa de salud propia. Yo había cumplido “la
despedida” “la última vez” ella debía cumplir su “no me volverás a ver” “ya no quiero
hacerles daño” era otro espacio que teníamos que complacer.
Cuando llegué a
mi casa, ahí estaba él, sentado en la mesa, tomando café en la taza que era de
papá.: “¿Estuvo buena la fiesta hermanita?” Me preguntó con un tono
burlón. “buenísima--le contesté-. Casi como este café” mientras sorbía un
poco del café negro de su taza. Empezamos a bromear y golpearnos como
chiquillos, mi relación con él siempre fue maravillosa. Él sonreía con
ingenuidad mientras me interrogaba. Yo le mentía sin temor, le había mentido
durante tantos años que frente a él, era una gran actriz y por consiguiente la
mejor hermana y cuñada del mundo. Sentía que no merecía su amor incondicional,
su confianza sin límites. Lo odiaba, lo amaba, y hasta sentía lastima por él.
"¿Cómo la viste, crees que ahora que se despejó
estará mejor?” me preguntó. "Creo que sí. Creo que necesitas amarla más -le contesté- necesitas
hacerla sentirse importante, como a todos" entre mis entrañas se abría un
abismo que desgarraba mi órganos. Él no tenía la culpa, él siempre estuvo bien.
Era su esposo, siempre fue su espacio.
Lo miraba mientras sopeaba un pan duro en el
café. Ingenuo, totalmente alejado de mi fantasía. Mi hermano conocía a su mujer
como se conocen a los amigos a distancia. Sabía lo básico de su vida, sabia algunas
cosas que le molestaban, algunas pocas que la alegraba, pero nunca llegó a
fondo. Su relación no era muy buena, él siempre complaciéndola materialmente y
ella aparentado ser una esposa feliz.
Alberto levantó la mirada hacia mí, camino
despacio, sostuvo mi rostro, mientras yo
intentaba evadir su mirada. Era tanto mi amor y el dolor al mismo tiempo, que
me enajenaba su dulzura. En ese momento sentía odio y envidia por él. Quería
gritárselo todo, golpearlo y salir corriendo por ella. Me daba rabia que la tuviera y no. Qué la
hiciera feliz y no. Todo a medias. Mientras yo estaba completa, la conocía
profundamente y dejaría cualquier cosa que ella me pidiera. Ella era mi espacio.
Tuve temor en ese
momento, temor de que con solo mirarme, lo supiera. Se acercó a mí,
me miro la blusa y me dijo: "esa blusa te queda perfecta, hasta te parece
a ella" "Gracias-le contesté- tú te parece a papá bebiendo café y
leyendo el periódico con mucha autoridad”. Lo vi esbozar una sonrisa luminosa,
los azules ojos se le llenaron de agua, emoción pura, mientras orgulloso, imitaba en gestos y poses
a papá. “Hoy mismos partimos a Madrid-me dijo-Nos vas a ir a despedir ¿verdad?
sería terrible que no me despidieras, pero más terrible sería que no te
despidieras de ella. Le romperías el corazón”. Sentía unas nauseas
sofocantes, el corazón se me hincho
tanto, que su espacio en mi cuerpo me cortaba la respiración. Mi voz estaba por
quebrarse, me alejé de él, con la miraba fija en el suelo, casi con una voz ahogada intenté decirle: Te voy a
ir a despedir hermano, aunque me duela, aunque llore, aunque llore y
creas que es por tu partida, aunque tenga que verla diciéndome adiós entre tus
brazos, iré". Finalmente y por última vez, hice un viaje efímero de
la fantasía a la realidad, y le contesté con un simple e insípido “sí, sabes que ahí estaré."