domingo, 30 de septiembre de 2012

Taciturna y baile gitano.




Lo siento amiga, no creas que no te siento
Te cantaré unos  versos, para que veas
Que aun eres musa de mi argumento:
Eres riachuelo de las pampas,
Que darían las gritas terrenales por tus aguas  dulces, hermana.  
Eres la vida entre mis montañas desérticas.
Eres la dulce brisa de un otoño tardío
Eres todo lo que va contigo.

Y parece que esto es improvisado
que va un beso en tu cara
y otro en tu sombra fraguada
dormida  sobre la siempre misma cama.

Taciturna, como la noche eres  amiga
eres  tan quieta como el felino e invisible como el viento
cautelosa y pensativa, ingeniosa y muy tímida,
eres esa otra parte amiga, eres la cara de la luna que nadie ha visto
.
Yo soy el baile del gitano, soy como mil guerras en los Balcanes.
No me amarro los zapatos por temor a echar raíces, y quedarme,
A mi me gusta Gritarle a las cosas,
 el silencio para mi no es paz, el silencio me absorta.

Somos la diferencia en carne viva, somos
las cosas muertas, somos el ombú que respira.
Somos más que un poema, somos leche, leche materna.
Y estoy dispuesta a la vida pasiva amiga, a abrocharme los zapatos, 
echar  raíces y  darte frutos bastos.
A dejar las guerras y los bailes
por pasarme la vida a tu lado, amiga.









sábado, 29 de septiembre de 2012

Algo extraño es la ausencia de extrañar.


Si te digo,  niña, lo que es extrañar tu ausencia
Seria filosofía experta
Yo no puedo con ello, apenas si podría escribirlo
Apenas si me doy a entender entre letras.
Los versos me ayudan, no busco darte
doctrina de ideas claras,
Si no  descargar el féretro del pecho.

Pues esta ausencia tuya, tan caprichosa
es tan inefable flor, es tan corrompida razón
que no puedo más que decirlo con parafraseo:
Extraño tu ausencia, niña.

Y la extraño como a las cosas que nunca he tenido
De esa extraña complicación de extrañar la ausencia
Que siempre has estado ausente ¡Ay niña¡ ¿Qué es esto?
¿Cómo le llama la ciencia a esta melancolía de añorar
lo que nunca se ha tenido?

Aun se complica más en el corazón
Si le preguntas a él te dirá que todo es la razón, que
Él no es más que el motor de la vida, que no le gusta
Tener siempre la culpa. ¡Pobre corazón niña!
Pero más ingrata  y desfavorecida es la razón. Villana, que
me arrastra a la confusión constante, que no sabe si
ausentarte o si podrá  olvidarte.

Ya nada importa niña, mejor vete pronto.
Las campanas han dado ya las ocho, déjame descansar
la ternura de no tenerte,  en la penumbra.
Viéndote a lo lejos, sin decirte nada
Con la despedida laceral del adiós rutinario.
¡Vete niña! Antes que la razón se quiebre
Y la locura me haga arrancarte un beso o dos
Mejor queda como un recuerdo en mi mente
Como la extraña ausencia qué no fue ni extraña ni ausencia.

lunes, 10 de septiembre de 2012

Los espacios



Ella tenía una jovialidad inefable, tan complicada como las despedidas.  Con treinta y dos años, su  mirada estaba llena de tristeza, esa tristeza que reclama  felicidad con paso lentos y torpes, de esa felicidad que ya no existe, de esa que murió entre los Balcanes, entre los muros de la antigua Roma. Su belleza era agresiva,  como un gancho en el estómago, pudo haber sido musa y femme fatale de cualquier poeta;  Dímelo a mi, yo me enamoré de ella en cuanto la vi. Llevaba un vestido rosa, cubierto de flores frescas, zapatos de tacón no muy altos que alargaban su caucásico cuerpo. Su cabello: era como una madre Selva, estaba trenzado con una peineta; oscuro, profundamente oscuro. Ahí estaba, de pie, a lado de él.  Con la mirada fija en mis ojos. No puede probar alimento en aquel  fino restauran italiano. El simple ritmo de su respiración me estremecía. No recuerdo haber sentido algo así en mi vida, en realidad, no recuerdo mucho de mi vida cuando no estaba ella.

La amé intensamente e infinitamente desde ese momento. Ella vibraba con mi canto, yo con su poesía. Durante varios años fue así, distante, tan secreto y prohibido. Pero los cuerpos exigían su tiempo, su espacio en el cosmos.  Y se lo dimos.

Recuerdo miles de tardes lluviosas con noches tan frías como nuestras manos. La  miraba fijamente, me miraba  con una bella sonrisa que marcaba unos graciosos riachuelos en sus mejillas. En ratos, pasaba una mano discreta, lentamente por sus pechos, hasta subir a  la barbilla y bajar. A veces, dejábamos que el incidente se apoderara de las manos  para tocarnos, acariciarnos las manos en público era como un deporte extremo, bajo la mesa los pisos relucientes de aquel restaurante Italiano me dejaban contemplar un prominente triangulo  de seda. Me sentía como un chiquillo travieso mirándole la entre pierna a su maestra. 

El anillo de piedra azul; le pedía tantas veces que se lo quitara. Ese anillo era un recordatorio del espacio, de mi reducido espacio. Desde ese momento cualquier artefacto de un azul intenso me producida repudio y temor. Mi amada, con temor a perderle, simplemente volteaba la piedra y continuábamos nuestro ritual. Terminábamos  en la cama. Después de una ronda de cafés americanos, el sexo tenía un sabor dulce. En esa cama, jugamos tantas veces a ser felices. Jugamos a que el mundo exterior no existía y flotábamos sobre el espacio, como en la película de Zatura. Nos fumábamos dos cigarros, a veces hasta diez. El amargo humo, curiosamente, me hacia despertar a la realidad. Siempre terminaba culpando a Dios o al mesero que tardó demasiado en traer la cuenta. Siempre quise ser más fuerte, decir que no.  Escaparme de esa dolorosa fantasía era mi propósito desde el momento en el que supe que lo nuestro tenía los días contados.  Ponerme propósitos en la vidas, nunca fue una filosofía para mí.

Platicamos de otros tiempos, de las otras personas  que seríamos al estar juntas.
“yo sería una lesbiana guapísima” me decía. Nunca dudé de su belleza, siempre dudé del verbo y el  sustantivo de esa oración.
No sé como lo hacía, pero  al final siempre terminaba enredada en su cuerpo. Bailábamos un danzón de pasos lentos, de jadeos y lagrimas. El plan iniciaba era una tierna charla en mi departamento, una charla efímera que terminaba en chillidos guturales y gruñidos bestiales. Los cuerpos estaban acostumbrados a una rutina de café,  cigarrillos, charla, discusiones banales y sexo. Toda la pasión contenida era demoníaca  Los enormes hematomas floridos en la piel, eran secuelas de la pasión que nos hervía la sangre. De una pasión escondida que exigua su tiempo y marcaban  su lugar. Y aunque se lo dábamos,  la pasión nunca tenía suficiente, siempre exigiendo más.

 Aun ahora, después de tanto tiempo, me aferro al recuerdo de su manera de tocarme y besarme, de pronunciar mi nombre con voz tenue, de darme una cátedra sobre cómo tocar su cuerpo, cómo le gustaba y la manera en que debía moverme; como si al final importara.  
Jamás entendió que mi anatomía me impedía complacerla a sus costumbres. “yo no soy como él” le susurraba en la penumbra, a la orilla de la cama. Ella se vestía y se marchaba con pasos furiosos destrozaba todo  a su paso en la oscuridad. Él, era el único ser que podía matar esa ardiente pasión. Era una bocanada de viento frío, un hielo rosando sobre la espalda, hidrógeno sobre la piel. Con solo recordarlo, las exigencias de nuestras almas se acallaban "este no es mi espacio" pensaba.

Durante las madrugadas, ella no era el único sabor que se quedaba en mi boca. La culpa  y los estragos de una noche prohibida me atormentaban con dolorosas jaquecas. Sabíamos que nuestro tiempo se agotaba. Lo cierto era que ninguna quiso pensar en eso. A veces me pregunto si ella la pasó igual que yo. Llorando aferrada a mi ropa, mirándose al espejo mientras descubría lo vieja y cansaba que se veía “yo no soy una lesbiana guapa”  pensaba mientras me miraba al sutil espejo. 
 El frío de aquella mañana no se sentía, apenas era una brisa en mi cuerpo. A pesar de que intenté no fumar para no volver a la realidad, fue imposible.   La idea de  que jamás la iba a volver a ver, me golpeaba en el pecho como un marro.  “No pasa nada, estarás bien” me repetía una y otra vez mientras lagrimas negras manchaban mis mejillas… “hazlo por él, debes pensar en él”

Nuestro último encuentro fortuito fue en su casa. Olía a pastel de carne y pay de limón. Después de tanto tiempo, sabía que era mi comida favorita. Me hacía sentir como marido y mujer. Estaba muy acostumbrada a la visión victoriana de la vida. Preparó toda una cena de despedida acompañada de un buen vino. Como parte de una promesa. Reímos, hablamos y lloramos tanto que estábamos muy agotadas como para hacer el amor.
A las tres de la mañana, mientras dormía en su pecho sonó su celular: “Amor, por qué llamas a esta hora…sí me despertaste…sí, se quedó conmigo, ya sabes que no me gusta estar sola… la fiesta estuvo bien…Sí, yo también te quiero…de tu parte” Levanté la cabeza, sus ojos guardaban nacidas  lágrimas que buscarían su cauce en cualquier momento. La aferré a mi cuerpo, la besé en los labios  y le dije “No, por favor... A partir de mañana podremos llorar  toda la vida”.  Y me dormí, caí en un sueño profundo, del cual deseaba no despertar jamás.
Desperté con el primer rayo de sol. Era la hora en la que el cielo parece estar teñido de sangre. Como si anunciara mi muerte, nuestra muerte. La vi dormida a mi lado, el onirísmo se llevó mi fantasía y supe que hoy era el día. El día que tenía eliminado de mi agenda, el que arrancaba de todos los calendarios que veía. Ese día. Tomé unos pantalones arrugados que estaban en el cesto de la ropa sin planchar pensando que eran de ella. "Son inmensos"-. Me dije, no recordaba cuan hombre era ahora.  Apenas recordaba el  instante en el que lo tuve entre mis brazos por primera vez, y me dijeron “es un varón, y es hermoso como tú” un hermoso niño con los ojos color cielo. Me comenzaron a temblar las manos. Acaricie mi rostro contra los pantalones y lloré, me sentía estúpida, malvada y miserable. Al final descubrí que siempre fue suya, al final nunca fue mía.
Me puse  su pantalón y la blusa favorita de ella. Salí sin despedirme, sin decir adiós o buena suerte. No tenía el coraje suficiente. Me había hecho una promesa de salud propia. Yo había cumplido “la despedida” “la última vez” ella debía cumplir  su “no me volverás a ver” “ya no quiero hacerles daño” era otro espacio que teníamos que complacer.

 Cuando llegué a mi casa, ahí estaba él, sentado en la mesa, tomando café en la taza que era de papá.: “¿Estuvo buena la fiesta hermanita?”  Me preguntó con un tono burlón. “buenísima--le contesté-. Casi como este café”  mientras sorbía un poco del café negro de su taza. Empezamos a bromear y golpearnos como chiquillos, mi relación con él siempre fue maravillosa. Él sonreía con ingenuidad mientras me interrogaba. Yo le mentía sin temor, le había mentido durante tantos años que frente a él, era una gran actriz y por consiguiente la mejor hermana y cuñada del mundo. Sentía que no merecía su amor incondicional, su confianza sin límites. Lo odiaba, lo amaba, y hasta sentía lastima por él.

"¿Cómo la viste, crees que ahora que se despejó estará mejor?” me preguntó. "Creo que sí. Creo que  necesitas amarla más -le contesté- necesitas hacerla sentirse importante, como a todos" entre mis entrañas se abría un abismo que desgarraba mi órganos. Él no tenía la culpa, él siempre estuvo bien. Era su esposo, siempre fue su espacio.
 Lo miraba mientras sopeaba un pan  duro en el café. Ingenuo, totalmente alejado de mi fantasía. Mi hermano conocía a su mujer como se conocen a los amigos a distancia. Sabía lo básico de su vida, sabia algunas cosas que le molestaban, algunas pocas que la alegraba, pero nunca llegó a fondo. Su relación no era muy buena, él siempre complaciéndola materialmente y ella aparentado ser una esposa feliz.
Alberto levantó la mirada hacia mí, camino despacio,  sostuvo mi rostro, mientras yo intentaba evadir su mirada. Era tanto mi amor y el dolor al mismo tiempo, que me enajenaba su dulzura. En ese momento sentía odio y envidia por él. Quería gritárselo todo, golpearlo y salir corriendo por ella.  Me daba rabia que la tuviera y no. Qué la hiciera feliz y no. Todo a medias. Mientras yo estaba completa, la conocía profundamente y dejaría cualquier cosa que ella me pidiera. Ella era mi espacio


Tuve temor en ese momento, temor de  que  con solo mirarme, lo supiera. Se acercó a mí, me miro la blusa y me dijo: "esa blusa te queda perfecta, hasta te parece a ella" "Gracias-le contesté- tú te parece a papá bebiendo café y leyendo el periódico con mucha autoridad”. Lo vi esbozar una sonrisa luminosa, los azules ojos se le llenaron de agua, emoción pura,  mientras orgulloso, imitaba en gestos y poses a papá. “Hoy mismos partimos a Madrid-me dijo-Nos vas a ir a despedir ¿verdad? sería terrible que no me despidieras, pero más terrible sería que no te despidieras de ella. Le romperías el corazón”. Sentía unas nauseas sofocantes,  el corazón se me hincho tanto, que su espacio en mi cuerpo me cortaba la respiración. Mi voz estaba por quebrarse, me alejé de él, con la miraba fija en el suelo, casi  con una voz ahogada intenté decirle: Te voy a ir a despedir hermano, aunque me duela, aunque llore, aunque llore  y creas que es por tu partida, aunque tenga que verla diciéndome adiós entre tus brazos, iré". Finalmente y por última vez, hice un viaje efímero de la fantasía a la realidad, y le contesté con un  simple e insípido “sí, sabes que ahí estaré."