I
Se lo pedí, le rogué a mi madre que no lo hiciera. Le pedí que no me
internara en esa escuela religiosa: La Academia de nuestras Hermanas del
Sagrado Corazón de Jesús. Una prestigiada academia de señoritas. Y para
mí, hospital para contrarrestar perversiones, mutilar vidas, sueños y
erradicar enfermedades de orientación sexual, claro. Mi madre,
esotérica hasta la muerte, aún piensa que mi condición es algo divinal,
un castigo que le ha caído del cielo por haber abandonado a mi abuela
en un asilo y haber dejado a mi padre en banca rota después del
divorcio. Ella cree que al estar cerca de Dios, podré recobrar la
normalidad perdida con la que nací. Pero en realidad, ella busca que yo
pagué sus platos rotos ante Dios. Eso fue lo que me dijo ella, mi
compañera de habitación. Ella en realidad hace imposible la irónica
solución de mi madre… A mi compañera y a mí nos gusta rezar, en verdad
que nos gusta rezar juntas. Levantar las manos, levantar el cuerpo y el
alma a Cristo, nuestro señor. El silencio, amamos el silencio, la
tranquilidad de la iglesia, el olor, el sabor de la ostia, del vino
profanado que llega a nuestras bocas, con la gracia de algunas
compañeras rebeldes. Ella hace que la sangre del salvador tenga un sabor
no sólo profano, sino dulcemente pagano, y desafiante para mí.
II
Es divertido hacer enojar a la Madre superiora. Las mejillas se le
ponen coloradas y sus anfibios ojos se saltan, se llena de agua de río.
Algunas de las chicas han cortado sus faldas tan diminutas que la
distancia entre la calceta blanca y el pliegue del faldón es
kilométrica. No sé si lo hacen sólo para matar a la superiora de un coma
diabético o para coquetear con el joven Jardinero de la escuela. Sea
cual sea la razón, yo doy gracias a Dios por ello. No entiendo por qué
le molesta tanto a la superiora, si parecen santas vírgenes diáfanas
flotando en el aire…- “la piel de una mujer desnuda es pecado
jovencitas. Significa que su cuerpo ha sido profanado más de una vez.
Eso es pecado-." nos dice la superiora. “Querrá decir putería, madre” le
grita desde un extremo mi compañera.
A veces la monja loca nos castiga con golpes secos en las piernas.
Nuestro verdugo, una gruesa tabla de caoba que tiene un prominente clavo
en una de sus orillas “la superiora nos quiere crucificar” dice
Mariela, otra de las chicas. Algunas otras le dice Pilatos y otras
tantas creen que es el mismo demonio, inmerso en la inocente imagen de
una monja. Para mí, sólo es una mujer frígida, que tomó malas decisiones
en su vida. Deberían ver como suspira cada vez que ve al padre Joaquín.
Cruza las manos como chiquilla enamorada, y hasta hace movimientos
circulares con el pie mientras se le encienden las gordas y arrugadas
mejillas. Le besa las manos al joven padre, con una pasión tacita y
después la mete entre sus pechos. Es lo que aseguran haber visto algunas
de las chicas. Pero yo no estoy segura, a veces también suspira cuando
está frente a Cristo, y hace lo mismo…- Tal vez sea una loca doctrina
de la antigüedad. Tal vez eso significa entregarse a Dios en cuerpo y
alma-. Dice mi compañera, Gabriela. Mi compañera de cuarto, una chica
hermosa, de voz fuerte, típica provinciana. Con piel morena, altura
formidable y labios tan suaves, como acariciar los pétalos de las
flores del claro; tan suaves y cálidos como sus manos…
Me encanta como se ve en faldón. La he mirado un par de veces en
pantalones, otras tantas he tenido la fortuna de verle en calzones y
sostén. Pero realmente me encanta entre los pliegues de ese puritano y
repulsivo faldón negro. Parece tan santa, tan prohibida. Tan mía.
III
Adoro que se pasee sin sostén por el cuarto. Más me encanta que me
pregunte “¿no lo has visto? Es rosa, con encaje” con culpabilidad
evidente en los ojos; pasa diáfana un par de veces, con sus perfectas
nalgas y sus caderas anchas, esperando a que suba la mirada; me atrevo a
verle los pechos y le digo “no, ese no lo he visto. Tal vez en la
lavandería” bajo la cabeza, río, y disimulo que sé leer la biblia.
A veces ciento que su presencia me quema, me arrojo al suelo y ella pone
mi cabeza sobre sus piernas, mientras le rezo un padre nuestro. Mi
cuerpo, casi inconsciente por su olor, se embriaga; me provoca succiona
mis dedos. Los meto en lo más profundo de mi, tan profundo que me hace
soltar un quejido. Ella me mira, y continúa recitando la oración. La
biblia en sus manos comienza a quemarse. Mis deseos se queman ante su
mirada.
IV
Cada domingo, la madre superiora nos deja salir al pueblo. Dar una
vuelta en bicicleta o tomar un helado. Pero a nosotras nos gusta
quedarnos en la iglesia, a rezar. Rezamos en el confesionario, rezamos
detrás del altar, rezamos en las capillas, rezamos, rezamos, siempre
rezamos. Cuando vamos a la habitación, de nuevo nos ponemos a rezar. Yo
siempre estoy de rodillas frente a una virgen: Mi virgen; me sujeta la
cabeza con fuerza, y me aferra entre sus piernas repitiendo
agitadamente “sin pecado concebido, sin pecado concebido ¡sin pecado
concebido!” Y Rezamos, siempre estamos rezando.
V
Hoy mi madre me ha preguntado si me siento curada. Si me siento más
cerca de Dios. Sonreí y le respondí: “madre, creo que nunca antes me
había sentido más cerca del cielo”.